Cuando la puerta de calle se abrió el primero en sorprenderse fue mi tío Oscar. El resto lo hizo apenas milésimas de segundos después. Mi primo Fernando, con esa asquerosa voz que aun hoy lo caracteriza, solo dejó escapar de su boca “la que nos faltaba esta noche”. No más que eso. Aquel linyera, que desde hacía varios años vagabundeaba las calles de mi barrio, ingresó a mi casa acompañado de mi hermano Rubén. Este lo había invitado a pasar la Nochebuena con nosotros luego de encontrarlo solo en un asilo de ancianos al que mi hermano había asistido por una misión solidaría. El linyera se había bañado y cortado el pelo para la ocasión. Solo la barba permanecía tan larga como siempre. No quería cortársela, decía, en homenaje a Santa Claus.
Lo primero que hizo al ingresar a mi casa fue acercarse hasta mi abuela y saludarla. Supongo que creía que era la dueña de casa al verla sentada en la cabecera de la mesa. Mi abuela lo saludó y, víctima del ataque a la memoria que proporcionan los años, le preguntó si era hijo de Don Camilo. El linyera no tenía intenciones de mentir, pero sospechó por la cara de la señora, que Camilo habría de ser un buen amigo o familiar de la familia y respondió que sí. Luego de saludar al resto, mi abuela lo invitó a sentarse.
Se ubicó a mi lado en la mesa. Le serví un poco de ensalada rusa de anticipo al pollo con papas que estaba por salir del horno. Nadie hablaba. Mi tía, tal vez tontamente nerviosa por la situación, volcó su vaso de agua manchando así la servilleta del linyera. Este no se preocupó en ponerse a secar la mesa. Disfrutaba la ensalada rusa como si fuese su primer bocado en años. No se tomaba pausa alguna. Mi papá se levantó y prendió la televisión para dejarla ubicada en Crónica. Durante toda la noche solo habló en un momento para decirle a mi mamá “Debemos ser los únicos con invitados así”. Mi hermanita, quien aun no entendía mucho de rechazos, miró a los ojos cansados del linyera y dijo a este “¿Santa?”. El hombre riéndose le respondió: -No, corazón. Pero si tenemos un poco de suerte, esta noche quizás se acuerde de nosotros.
El pollo como llegó, se fue. Se atacó con tanta rapidez y deseo, que por un momento, se olvidó la presencia de aquel invitado especial. El linyera prefería la pata. Me pidió si tenía un poco de mayonesa o limón. Le alcancé ambos. Comía sin pronunciar palabra alguna. Su vaso de gaseosa seguía intacto, aun no había tomado nada. Mi mamá agarró el limón y, como limpiándolo, lo frotó sobre una de las caídas del mantel para luego echarse un poco sobre su presa. El linyera observó todo.
Mi abuela parecía la única dispuesta a hablar aquella noche.
-Su padre era un loco. Recuerdo cuando se metió por la ventana de la habitación de mi prima Noemí para alcanzarle un ramo de flores ¡Casi me la mata de un susto a la pobre por querer conquistarla! -dijo mi abuela mientras pedía a mi tío que le sirviera un poco de vino tinto en el vaso.
-Sí, está en lo cierto, señora, era un loco. Así y todo fue un gran padre y nunca nos faltó nada. Por cierto ¿dónde lo conoció? -dijo el linyera.
Mi familia empezaba a sentirse molesta por la conversación que nacía.
-El mismo barrio, querido. El corso, los bailes. Pero creo que fue en el Club Villegas, tu padre jugaba al fútbol con los amigos allí y nosotras íbamos a la pileta -dijo mi abuela y limpió el vino de sus labios con la servilleta.
- El fútbol lo apasionaba -dijo el linyera para dar por finalizada la conversación y la mirada rabiosa de mis tíos.
Luego vino la ensalada de frutas. Cuando el linyera supo que también había helado, prefirió un poco de cada cosa. Le quitó una de sus obleas de vainilla a mi hermanita y también él decoró su copa. Mi mamá estuvo a punto de decirle algo, pero mi mirada la detuvo. Mi hermano y yo acompañábamos con algún gesto compinche al hombre. Era nuestra intención que la pasara bien y a él se lo notaba cómodo más allá de percibir el rechazo de la mayoría. Yo me preguntaba cuanto haría que no compartía una mesa con tanta gente. Me ponía contento el gesto que había tenido mi hermano en invitarlo.
Cuando terminó su gran copa de helado y frutas, el linyera se puso rápidamente de pie y mientras se limpiaba las manos con su servilleta mojada nos dijo:
-Señores, la cena ha sido fabulosa, pero debo marcharme. Estoy en falta con varios esta noche y no quiero continuar quedando mal.
Mi papá largó una carcajada y continuó disfrutando su ensalada de frutas. El linyera continuó su despedida y comenzó a sorprender a todos con lo que fue diciendo.
-Agradezco el gesto que tuvieron conmigo. Esta noche había sido invitado por los Leiva y los Montero a pasar la Nochebuena. Estaba indeciso con quien de ellos compartirla. Ambas son excelentes familias y siempre que necesito algo, están para brindármelo. Y los elegí a ustedes para desempatar y conocerlos un poco. La he pasado bien. Y he conocido también como son –dijo el linyera mientras tomaba su primer sorbo de gaseosa en toda la noche.
Mi familia lo miraba sorprendida. Aun no terminaban de creer que los Leiva y los Montero se hubiesen detenido en invitar al linyera a su Nochebuena. Empezaban a sentirse algo extraños, incómodos con ellos mismos.
-Tengan ustedes muy buenas noches y Feliz Navidad -dijo el linyera y empezó a saludar a cada uno de la familia. Mi hermanita volvió a preguntarle por Santa y el hombre le respondió que debía aun aguardar unos minutos. Seguramente viniese.
El linyera tomó su saco color champagne de la silla, se dirigió hasta la puerta, pero regresó para saludar nuevamente a mi abuela y decirle:
-Feliz Navidad, señora. Dios permita que llegue a su edad con esa memoria y esas ganas de hablar con todos. Con todos.
Me tocó a mí abrirle la puerta. El linyera me dio un fuerte abrazo, agradeció mi atención en la mesa y rápidamente fue corriendo hasta la esquina de casa donde vivían los Leiva. Casi tropieza a mitad de cuadra. Mario Leiva y su familia lo recibieron con aplausos, pan dulce y sidra. Todos estaban festejando en la vereda. La menor de los Leiva se acercó al linyera y le entregó un pequeño paquete. Santa también se había acordado de Claus.