martes, 19 de abril de 2011

Llévame a despegar.


Una voz que no entiende y, desintegrándose, pregunta. La misma voz que ya estuvo donde otra, según esa voz, no debiera estar. Y entonces ¿por qué querer ir? Ella se queda ahí. Respira, pero no escucha. O escucha que otro aun respira, y entonces, también quiere intentarlo “¿Son muchos lugares que visitar o nos espera un único escenario? ¿Vos que sentiste?”, pregunta a él, que sabe que responder, pero no quiere allí entrar.
Se escucha un golpe más intenso. El detalle dice que cada cuatro golpes que se aplican, ella pierde dos pasos en la distancia que la separa de él. El, en cambio, no pierde posición: solo se desgasta.
Ahí nos tienen los dos, en un ambiente viciado de egos, sin pedir que nos retiremos e invitándonos, cada vez más, a quedarnos y seguirlo todo de cerca. Ella no pretende más que encontrarse. Hace tiempo que se está buscando. Pero todo conduce a la incertidumbre, y él, compañero de la desolación y la desesperanza, no le resulta buen ejemplo. Prefiere irse, sí, porque sabe que podrá salir antes de entrar. Porque si de él pudo huir ¿Cómo no poder hacerlo de ella misma? Da cinco vueltas en el cuarto, se marea (en ningún momento cae) y va hacia él. Lo golpea varias veces en el pecho, mientras lleva una de sus manos al bolsillo izquierdo que tiene detrás de su jean. La deja allí menos de diez segundos y un grito que viene de la calle reordena la situación. Con sus dos manos se toma la cabeza y llora.
Ahora el sonido es mínimo. Ninguno de los dos habla ni se mira. De repente, al mismo tiempo que él retoma las palabras que nunca dijo, un solo de guitarra se empieza a ejecutar y ella empieza a soltarse. Lentamente cae sobre la cama, con los ojos fijos, no en esa, sino en otra canción, la de su vida, la que se está recreando en ese preciso instante. La que vio entre papá y mamá cuando no llegaba a los diez años.
“Calma, eso es lo que se necesita aquí dentro” le dice a él mientras se señala la cabeza. Con la mirada siempre en otro lugar, muy lejos de ese cuarto, comienza a levantarse y totalmente decidida se dirige hacia el rincón que él ocupa. Ya está parada frente a Martín. Extrae un cuchillo de su pantalón, observa como el sol que entra por la ventana se estrecha sobre el acero inoxidable y, delicadamente, lo reposa sobre la pesada mano derecha de él. Martín, quien bastante agitado respira por la boca, lo toma y deja caer libremente todo su brazo sin llegar en ningún momento a soltarlo. “Llevame al parque, dale” le dice ella mientras él agarra las llaves del auto y una campera de cuero negra.
Ya en el ascensor, un hombre de unos ochenta años no deja de mirar la sangre que Elena tiene sobre su camisa blanca. La mancha no es grande, pero a los ojos de un desconocido, todo resulta muy extraño.
Habían hecho dos cuadras en dirección al estacionamiento, cuando Charly, eufórico y por su sexta canción, le decía por última vez no poder amarla.

*(Relato a partir de la canción "No te animas de despegar" de Charly García, incluida en el disco "Piano bar")